En
la rutina periodística uno se suele enfrentar a ciertos tostones, a “bacalás”
infames que duermen a Pocholo con tres cafés o a actos en los que el protocolo
llega a convertirse en un absoluto coñazo, hablando en plata. Ayer asistí a
esta última modalidad en la inauguración de la feria ganadera de Zafra con
presencia borbónica incluida y toda la parafernalia correspondiente. Su equipo
de seguridad se empeñó en aumentar las 2.600 cabezas de ganado de la feria
conduciéndonos a los periodistas presentes en el palacio de congresos segedano
cual manada de borregos. Pero ya sabemos cómo funcionan las cosas de palacio,
no queda otra que resignarse y aceptar que todo equipo lo debe oler un pastor
alemán que por cierto, tenía más mala pinta que un pollo del Pryca. Incluso
algunos curiosos sólo acudieron para refrendar si es tan enjuta en persona la
reina ex periodista, un hecho que a un servidor se la trae al pairo. A pesar de
todo hay gente a la que le hubiera encantado estar en mi lugar, a pocos metros
de la sangre azul, pero a mí no me aportan nada unos señores que, sin dudar de
su valía, están en su cargo por una imposición tan feudal como divina.
Hay
otros actos y personas más terrenales, con arte y vivencias reales que sí que
me emocionan. Así son los artistas a los que me hubiera gustado ver la noche de
antes en la Bienal
de Flamenco de Sevilla. Habría disfrutado mucho en el espectáculo “Toda una
vida”, un recital en el que la cantidad de años que sumaban los artistas sobre
el escenario era directamente proporcional al derrocha de su flamencura. He
sentido envidia cochina (nunca mejor dicho) por no estar allí y me he tenido
que conformar con leer la sentida crónica del maestro Manolo Bohórquez y con lo
que me ha contado el cantaor pacense “Perrete” de Badajoz que disfrutó más en
el Teatro Lope de Vega que Willy Fogg en Halcón Viajes.
Me
hubiera encantado escuchar a La
Cañeta , mujer tocada con la varita mágica del duende, ese ser
que vive en las habitaciones más oscuras de la sangre (no azul, precisamente, sino roja carmesí) como diría aquel poeta
granadino. O contemplar una pataíta de El Carrete, cuyo baile te embauca como
un moscatel de su tierra, aquella en la que quien no tiene dinero, se afeita
con agua fría. O ver cómo templaba su jonda voz Paulo Molina que con las sabias
sonantas de Perico de la Paula
y Juanma Moreno pusieron el compás por jaleos para que El Peregrino demostrara
una vez más al respetable hispalense que es un artista que no sólo se viste por
los pies sino es capaz de hablar con ellos.
Con el tío Peregrino en Barajas
O
ese cante del Robert Redford de África, el maestro Rancapino que un día me dijo
que el flamenco sin pellizco es como un puchero sin sal. Y su cante tiene ese
justo punto de sal que te hace saborear hasta la última cuchará de su quejío. O
haber visto cómo ponían su alma al servicio del público Curro de Utrera o
Romerito de Jerez, dos auténticos trabajadores del arte jondo.
Ahí
quería yo estar para disfrutar del flamenco sin artificios, del arte telúrico
de estos trabajadores del flamenco que se han ganado el cetro y la corona de lo
jondo con su arte y esfuerzo. Unos veteranos que siguen escribiendo bellas
páginas en el maravilloso libro del flamenco.
Y es que los viejos flamencos tampoco mueren nunca.
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