martes, 17 de enero de 2012

El día de los chiscos

Una de las tradiciones que más me apasiona de mi pueblo es la del día de los chiscos, conocida en otros lugares como las hogueras o lumbres de San Antón. Hacía más de una década que no vivía esta jornada y todos sus rituales previos y por eso quizás la hipérbole reine en mis sensaciones. Hoy muchos barrios no han podido prender su cosecha de leña porque han caído lágrimas blancas del cielo (foto 1) creando un albino y maravilloso paisaje en la sierra de Jabalcuz. Sin embargo, la nevazquina ha remitido y la gélida jornada ha dado aún más sentido a la tradicional cita con la candela. 


Me ha encantado contemplar a media tarde cómo unas señoras se calentaban con la quema de unos palés manteniendo así el ceremonial de los chiscos como mandan los torrecampeños cánones. Las he escudriñado intentando buscar su complicidad y gratitud, aunque paradójicamente en sus miradas he podido leer: “Cucha, el forastero éste que no sabe ni que hoy es el día de los chiscos”.

Tampoco niego la bella conmoción que me causó hace unos días ver a un chiquillo arrastrando ramas de olivo por el barrio de la Fuente Nueva. Parecía una hormiga portando una pizca de pan muy superior a su tamaño. Con una sonrisa picarona y aún siendo consciente de que mi coche no arrastra ni una vareta, probó a hacer autostop. Seguí mi ruta pensando en la fugacidad del tiempo, ya que hace prácticamente dos días se invertían los papeles y el que suscribe estaba en el papel del jovenzuelo acarreador. Con tan inquietante y manido pensamiento llegué hasta el barrio donde me crié y allí topé con otro montón de leña (foto 2) que me evocó gratos recuerdos.



Conservo perfectamente en la memoria todo el proceso de búsqueda, recogida, arrastre y amontonamiento de leña, labores que iban al compás del nuevo año. Tras las uvas, los niños sólo pensábamos en San Antón Abad, en la noche en la que se conmemora el patrón del ganado, un día de asueto para los animales y por tanto para sus dueños.

Recuerdo las fatigas para arrastrar los troncos y amontonar la leña, aunque esos duros trabajos se recompensaban la noche del 16 de enero mientras se contemplaba cómo la pira abrasaba un jubilado sofá, el ramón de olivo de la temprana poda o una mesa camilla que nunca más cobijaría una siesta. El premio a tanto esfuerzo, el aguinaldo a muchas horas de vigilancia para proteger la "valíosa" mercancía de otras pandillas, el cobro de una ilusión infantil llegaba esa noche mágica cuando las llamas parecían alcanzar el cielo en la Plaza de San Miguel. Era fantástico observar la fuerza del fuego, de ese bendito elemento que tradicionalmente ha servido para ahuyentar espíritus, combatir plagas o purificar almas. Todo un barrio se aunaba junto a la hoguera en una especie de culto al paganismo con esta antiquísima tradición que se sigue dando en muchos pueblos españoles e incluso en la vesubiana Nápoles, la ciudad más española de Italia.

Esa noche en la que las caras se vislumbraban rojizas en torno al fuego y las miradas 'lechucianas' observaban freírse los chorizos en las ascuas. El vino corría y los vecinos confraternizaban al calor de una hoguera en una sociedad 0.0, no necesitada de WhatsApp ni Facebook. Era una velada animada y fría de invierno que se convertía en un cálido homenaje a la armonía.

Un crepúsculo en el que el cénit de la alegría llegaba cuando las llamas consumían la leña y los más pequeños (los mayores habían ya traicionado a Vulcano con Baco) procedíamos a saltar el chisco poniendo el corolario final a una feliz jornada en la que todos, de una forma u otra, nos íbamos calentitos a la cama.